El psicodrama catalán es como una montaña rusa. A velocidad de vértigo, el ciudadano español medio no separatista ni antisistema, ha pasado por sentimientos de incertidumbre, indignación, depresión, recuperación, para volver de nuevo a la incertidumbre. Ya dejamos buena cuenta de ella en este blog al glosar el discurso del Rey la semana pasada. Pero las emociones no son las únicas herramientas para buscar soluciones a los problemas. Fíjense que no decimos que sean malas, sólo que no son las únicas, porque estamos firmemente convencido que las emociones y las hormonas nos hacen afrontar las situaciones con el estado de ánimo adecuado. Pero, eso sí, es necesario desprenderse de las nocivas y dañinas, las que impelen a la venganza y no a la justicia.
Por eso, me gustaría realizar aquí alguna observación acerca de los modos enfrentar el problema que se han ido planteando estos días. Dejo aparte la propuesta de mediación, que resulta descartable de oficio porque no puede plantearse una mediación en sentido técnico cuando una de las partes rechaza la ley, es decir, las reglas estructurales de convivencia y, además, usa fraudulentamente la apelación a la mediación para conseguir una posición negociadora que en la práctica no tiene, al ser ya reconocida como Estado. Es como si un atracador atrincherado solicitara que la ONU mediara en su “conflicto”. Conviene poner las cosas en su sitio.
Otra cosa distinta es la perspectiva con la que debemos enfrentarnos a este problema político. En este sentido, un breve paseo por la prensa nos permitiría apreciar dos tendencias fundamentales: la línea dura, que aboga por la aplicación urgente del artículo 155 y del Código Penal, y la línea más conciliadora de quienes abogan por abrir puentes, dialogar, incluso negociar (tipo Parlem). Como ya he tenido oportunidad de contar en algún post, para Lakoff, hay dos visiones o marcos principales, que se basan en el modelo familiar, para afrontar los problemas políticos: por un lado, el modelo de familia de padre estricto (conservador), para el que el mundo es peligroso, siempre habrá ganadores y perdedores. Los niños nacen malos, por lo que se necesita un padre estricto que les enseñe la diferencia entre el bien y el mal, incluso con el castigo: si eres bueno, no puedes renunciar a la autoridad moral, negocias, preguntar a otros, es inmoral; por otro, el modelo de la familia del padre protector (progresista), para el que los niños son buenos, pero pueden mejorar mediante empatía y conciencia de la responsabilidad de los padres de su misión. Empatía implica protección. Los padres tienen la responsabilidad de enseñar a ser feliz.
Según el modelo al que cada uno responda, cada persona tendrá tendencia a una u otra forma de enfocar las cosas. Cabría decir que, en buena parte, el segundo ha ganado importantes posiciones en el imaginario actual, porque, como señala Lipovteski en su reciente “De la ligereza” (Anagrama, 2016), en las democracias light actuales domina el espíritu de la paz civil: “menos fervientes, menos capaces de ejercer su soberanía, las democracias de la hipermodernidad son más pacíficas, más estables. En esta “revolución de lo ligero”, la imposición, el castigo, el monólogo jerárquico, la estructura sólida dan paso a la negociación, el diálogo, la relación transversal, la solución pacífica, adecuada a todas las necesidades, evitando soluciones tipo ganadores-perdedores.
Todas esas aproximaciones nos parecen interesantes, y nos parece que pueden ser válidas en determinados momentos. Como hemos tenido ocasiones de exponer en este blog, me parece que a los problemas políticos –y a muchos otros- no puede uno aproximarse con un solo instrumento, sino que hay que usar muchas herramientas, cada una en el momento y con la fuerza adecuada. Podemos a traer a colación la doctrina de Nye sobre el Smart Power en las relaciones internacionales, que implica no renunciar al poderío político y militar pero tampoco a las alianzas: la herramienta más adecuada dependerá del interlocutor y del problema. Algo similar ocurre a nivel interno.
Por tanto, lo importante, antes de elegir el modo o sacar de la caja de herramientas del 155 las más adecuadas a nuestro caso es determinar qué problema es el que queremos solucionar para aplicar el instrumento correspondiente. El problema catalán es multifacético y antiguo, y nos parece que no todas las facetas se pueden tratar de la misma manera. Es curioso constatar que en este post de octubre de 2014, en el que se contestaba a un artículo de Luis Garicano, se defendía lo mismo que ahora.
En efecto, en primer plano nos encontramos con un problema de flagrante ilegalidad y puede ser que también de orden público si finalmente los antisistema y algunos otros se lanzan a la calle. Pero en un segundo plano lo que nos encontramos es con un problema de encaje de Cataluña en el sistema constitucional español, con el hecho sociológico de una población ideológicamente dividida y la realidad de una élite política regional que ha usado deslealmente las instituciones autonómicas para conseguir objetivos que dinamitan las reglas del juego comunes. El clientelismo y la patrimonialización de las instituciones están también presentes, así como la utilización sin complejos del dinero público para los objetivos separatistas y la alergia a la rendición de cuentas. En fin, un modelo muy español si bien exacerbado en intensidad y duración.
El primer problema debe tratarse sin ningún tipo de complejos, con la aplicación del artículo 155 y de las leyes, incluido el Código Penal, en los ritmos y con la extensión que a cada uno corresponda. Desde nuestro punto de vista de juristas no se debería haber llegado a esta situación y el artículo 155 debería haberse aplicado muchísimo antes; en este post uno de nosotros criticaba que todas las formaciones lo descartaran de plano hace pocos meses. Pero hemos tenido que llegar a un punto crítico en el que los tiempos políticos y los jurídicos coinciden, por lo que su aplicación parece inevitable.
Pero lo cierto es que la falta de intervención oportuna lo que ha conseguido es que el primer problema con el segundo problema, de manera que al exacerbarse la pulsión independentista va a ser muy difícil separar el problema de orden legal y constitucional del problema de fondo, por mucho que nuestros dirigentes nacionales lo hayan intentado. Quizá sea positivo, eso sí, que las intensas emociones que hemos tenido que sufrir hayan servido para que tomemos conciencia de la gravedad del envite y de la necesidad de coger el toro por los cuernos, jurídica y políticamente.
Porque de lo que se ha tomado conciencia social –aunque muchísimos ya los sabíamos- es que en Cataluña ha cuajado, se ha extendido y enraizado en una buena parte de la población una ideología nacionalista que no es sólo que proponga la independencia –cosa perfectamente admisible- sino que propone hacerlo como sea, sin excluir la mentira, la desinformación, el adoctrinamiento, la coacción, la subvención partidista, el clientelismo separatista y la movilización callejera (sin violencia, de momento). Es una ideología, en definitiva, incompatible con la democracia. Ténganse hechas, por supuesto, las correspondientes matizaciones respecto del catalanismo razonable, aunque parece claro que el nacionalismo de CiU ya tenía el escenario preparado desde hace mucho tiempo, como aparecía ya en esta noticia de 1990 referente a un documento de objetivos de Pujol que pueden ustedes leer más ampliamente aquí y que es verdaderamente orwelliano. Y no hace falta insistir mucho en cómo se ha ido desarrollando el plan: véase el reciente documento incautado a Jové sobre los planes para la independencia.
En estas circunstancias, ¿tendría sentido aplicar el 155 sencillamente para convocar inmediatamente unas nuevas elecciones? Nos parece que hace falta hacer bastantes más cosas. La que parece más urgente es la de restaurar el Estado de Derecho en Cataluña, enviado al limbo por sus representantes o para ser más exacto por parte de ellos desde los días 6 y 7 de septiembre y después del 1-O. La incertidumbre e inseguridad que esta situación entraña ya se está cobrando un precio enorme en términos económicos y probablemente también en términos personales y profesionales y no puede seguir mucho tiempo. Los ciudadanos y las empresas tienen derecho a saber a qué atenerse y cual es la regulación vigente que no puede ser otra que la Constitución y el Estatuto mientras no se reformen por las vías legalmente establecidas.
Para esta tarea hay muchas herramientas en la caja del 155. Corresponde a los políticos decidir cuales son las más convenientes. Pero hay que ser conscientes de que los actuales miembros del Govern empezando por su Presidente son los responsables de haber llegado a esta situación y por tanto no pueden permanecer en sus puestos. Habrá que sustituirles por otras personas -via suspensión de sus cargos- que serán las que estén llamadas a adoptar las decisiones correspondientes dentro del marco que le fije el Senado si finalmente se activa este artículo. Un Gobierno de estas características tiene por su propia naturaleza que ser provisional y tener como única finalidad recuperar el Estado de Derecho para que puedan celebrarse unas elecciones en un plazo breve de tiempo y de acuerdo con las reglas del juego constitucionales. Creemos también que pensar que estas elecciones serán un elixir mágico es un tanto ingenuo, pero en todo caso servirían para clarificar el panorama político dado que los ciudadanos ya conocerían el coste de transitar por atajos en términos de suspensión de la autonomía, fuga de empresas y ruptura de la convivencia cívica. Puede que haya catalanes que sigan apostando por ello, pero quizás haya también otros catalanes que prefieran un camino con señales de tráfico y con alumbrado aunque los dos grupos quieran ir al mismo sitio.
Y esto es quizás lo más importante: los ciudadanos tienen que saber que va a haber más alternativas políticas que las aventuras secesionistas y el inmovilismo constitucional. Entre esos dos extremos hay un amplísimo espacio político en el que jugar. Pero antes de salir al terreno de juego conviene reestablecer las reglas que van a permitirnos jugar como ciudadanos de un Estado democrático de Derecho.
Elisa de la Nuez