Artículo de Elisa de la Nuez publicado en © OTROSI.NET. Revista del Colegio de Abogados de Madrid. 

Para cualquier jurista, el democrático de Estado de Derecho, entendido como el conjunto de reglas que rigen nuestra convivencia en una sociedad democrática es similar al aire que respiramos. Tendemos a darlo por sentado, y a pensar que siempre estará ahí, aunque no lo cuidemos demasiado.

Conviene que nos vayamos curando de esta ilusión. Lo cierto es que no corren buenos tiempos para el Estado de Derecho, ni en España ni en general en el mundo. El populismo y la demagogia, tanto de derechas como de izquierdas, están socavando los fundamentos mismos de las democracias liberales representativas, y entre ellos de forma muy notable el del Estado de Derecho. Desde los Estados Unidos de Trump, pasando por Hungría y Polonia y llegando hasta Cataluña, los ataques al Estado de Derecho se suceden. Tampoco es casualidad que se hagan precisamente desde las propias instancias políticas: para cualquier Gobierno populista los límites y contrapesos que son esenciales a un Estado de Derecho, en el que nadie puede estar por encima de la Ley, suponen incómodas cortapisas y limitaciones a la voluntad del pueblo, que ellos, por definición, encarnan. Pero incluso un Gobierno sin dicho carácter populista puede tener la tentación de esquivar las normas y los procedimientos formales para conseguir sus fines políticos, particularmente si se trata de un Gobierno en minoría.

Hay que recordar también que las normas y los procedimientos formales no son suficientes para mantener vigoroso un Estado de Derecho digno de tal nombre si se van erosionando los valores fundamentales que lo sustentan. Las reglas informales y la cultura democrática son tan importantes, al menos, como las reglas formales.  Por ejemplo, nombrar a una Ministra de Justicia como Fiscal General del Estado, aunque el Gobierno tenga la competencia para hacer este nombramiento, supone claramente una vulneración de esas reglas informales. O ahondar todavía más en la politización del órgano de gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial, con una propuesta de reforma -por ahora en suspenso- que permitiría la elección de los 20 vocales que componen el órgano por el Congreso y Senado con una mayoría absoluta (en segunda vuelta) en vez de por la actual mayoría de 3/5 partes. O que el real decreto-ley sustituya de forma absolutamente habitual a la legislación ordinaria. Los ejemplos podrían sucederse. El hecho de que la tendencia al deterioro de estas reglas no sea nueva en nuestro país no hace más que agravar la situación.

En ese sentido, la Unión Europea ha empezado a tomar cartas en el asunto, siguiendo la estela del Grupo de Estados Europeos contra la corrupción (GRECO) que venía advirtiendo reiteradamente a España de los riesgos que para la separación de poderes (y por tanto para la lucha contra la corrupción) supone tanto la designación política del CGPJ como el modelo de Fiscalía. La Comisión europea acaba de publicar el Informe a escala europea sobre el Estado de Derecho 2020,  una de las iniciativas del programa de trabajo de la comisión para 2020 y que forma parte del mecanismo europeo global sobre el Estado de Derecho anunciado en las orientaciones políticas de la presidenta Von der Leyden. En particular, se aborda la cuestión esencial de la separación de poderes, dado que como recuerda este informe general: “Ninguna democracia puede prosperar sin tribunales independientes que garanticen la protección de los derechos fundamentales y de las libertades civiles, ni sin una sociedad civil activa y unos medios de comunicación libres y pluralistas”.

El informe recoge un capítulo sobre cada país que se centra en cuatro pilares fundamentales: el sistema judicial, el marco de lucha contra la corrupción, el pluralismo de los medios de comunicación y otras cuestiones institucionales en relación con los controles y equilibrios (los famosos “checks and balances” en la terminología anglosajona).

En el caso de España, la vulnerabilidad se aprecia particularmente en lo que se refiere a la politización del CGPJ (el informe se hace eco de la situación de “bloqueo” por la falta de renovación) y por lo que se refiere a la relación entre Fiscalía y Gobierno. Por otra parte, conviene recordar que la metodología utilizada ha sido básicamente la realización de entrevistas a organismos e instituciones oficiales y también a algunas asociaciones profesionales pero no a entidades y organizaciones de la sociedad civil lo que, desde mi punto de vista, ha impedido tener una visión más realista y menos complaciente de la situación del Estado de Derecho en España. El hecho de que se analicen solo las instituciones formales y no esas reglas informales que en nuestro país muchas veces desdicen o contravienen lo que está escrito en nuestras normas tampoco ayuda en mi opinión a realizar una valoración adecuada.

Pero incluso con estas limitaciones, el informe no deja de ser un toque de atención al menos en una cuestión que debe preocuparnos como juristas y como abogados: la debilidad de la separación de poderes en España, bien reflejada en la politización del CGPJ y en el bloqueo actual que impide la renovación al no alcanzar los partidos políticos un acuerdo (ya sin ningún tipo de pudor en cuanto al reparto de cromos partidista en función de las mayorías parlamentarias, lo que proscribió el Tribunal Constitucional en su famosa sentencia sobre la constitucionalidad reforma de la LOPJ de 1985) y en la preocupación por las relaciones entre una Fiscalía General del Estado tremendamente susceptible de presiones e injerencias del Gobierno no solo por su propio diseño institucional sino por el hecho de que la persona que la dirija proceda del propio Gobierno.  Esto en un momento en que se está barajando la posibilidad de que sean los Fiscales quienes instruyan los procedimientos penales, lo que supone un riesgo evidente.

Esta situación de deterioro del Estado de Derecho, sin ánimo de ser alarmistas, creo que exige una reflexión y una intervención más activa de los profesionales del Derecho. Las posibles medidas para despolitizar y profesionalizar nuestras instituciones, empezando por el Poder Judicial y la Fiscalía, son muchas. Pero todas pasan por reconocer el problema e involucrarse activamente en su solución. Como abogados no nos podemos desentender de un problema que afecta tan directamente a nuestra profesión.

En particular, urge abrir un debate sobre los mecanismos de despolitización del nombramiento de los vocales del CGPJ, que pueden pasar desde volver al sistema inicial (elección de los 12 vocales de procedencia judicial por Jueces y Magistrados) pero evitando el peaje de las asociaciones judiciales, la mayoría de las cuales forman parte del problema por su proximidad a los partidos políticos de turno hasta objetivizar totalmente el sistema de nombramientos en la cúpula judicial, lo que privaría al CGPJ de su principal atractivo para los políticos que no podrían influir en dichos nombramientos. Puede barajarse también una designación por sorteo de esos 12 vocales entre las personas que reúnan las cualificaciones adecuadas, lo que impediría que los nombrados dependiesen del favor político. En fin, existen muchas y variadas posibilidades que pueden mejorar la situación actual.  En cuanto a la Fiscalía General del Estado es imprescindible una reforma a fondo de la institución, que garantice que los nombramientos de la cúpula fiscal no dependan únicamente del Fiscal General cuyo nombramiento, a su vez tiene un fuerte componente político, de forma que la politización permea toda la organización en particular en temas tan sensibles para los partidos políticos como la lucha contra la corrupción.

La extensión de este artículo no me permite extenderme más, pero quedan apuntadas algunas de las ideas que creo que sería fundamental debatir en los colegios de abogados en los próximos meses. La abogacía institucional no se puede quedar al margen de la defensa del Estado de Derecho en este trance.